viernes, noviembre 27, 2009

Tratado de Impaciencia no. 253

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Para asegurarse de que no hubiera nada malo con mi corazón (que en la radiografía se veía algo agrandado), el doctor me mandó a que me hiciera un “ecocardiograma doppler”. Esto, que suena tan impresionante, no es más que un ultrasonido como el que les hacen a las embarazadas, nomás que en lugar de ver al chilpayate, ves el corazón.

Como a la vuelta de mi casa hay una sucursal de los famosos Laboratorios del Chopo, por comodidad fui a preguntar por el estudio (también me hice un “perfil tiroideo”: parece que tengo algo grande la glándula tragoides, jajaja; sorry, no pude aguantarme el mal chiste) y me dijeron que ahí no lo podían hacer sino en la sucursal Del Valle. Me dieron un teléfono para que pidiera la cita. Llamé el lunes y me la dieron hasta el jueves porque tenían toda la agenda ocupada. Bien. Me dijeron que me presentara 15 minutos antes de la cita y que fuera bañado, con el pecho rasurado (si tenía mucho vello) y sin loción o desodorante de ningún tipo. Ah, chirrión, pensé yo, pero no lo dije. Ya me hacía yo como en un capítulo del Doctor House donde me metían en esa capsulota para hacerme un scanner del cerebro y que me atendía una reina como la doctora Cameron (oh, bueno, déjenme alucinar a gusto).

Pero nada que ver. Llegué como 15 minutos antes de los 15 minutos. Me senté en la sala de espera, había cinco personas esperando turno (lo sé porque tomaban una tarjeta con un número, igualito que en el departamento de salchichonería del súper). Lero lero, yo ya tenía cita y no tenía que sacar turno. Había como seis gabinetes de “Atención”, pero nomás dos estaban atendidos. El otro personal se la pasaba de un lado a otro, entrando y saliendo, como haciendo algo muy importante. En uno de los gabinetes, una señora muy enojada, reclamaba que hubieran mandado sus resultados a otro lado, que por qué no le habían consultado, que con quién tenía que hablar para quejarse. La mujer que la atendía apenas alcazaba a balbucir. En otro gabinete, otra señora, acompañada de un joven, reclamaba por qué no estaban listos resultados, que le habían dicho que estarían listos a las cuatro de la tarde y ya eran casi las siete y ella tenía cita con el doctor. Un gordito de lentes y voz meliflua le dijo que ya tenían unos resultados, pero que faltaban otros. “¿Y dónde están los que faltan?”, casi gritó la mujer. Al gordinflas se le enrojeció el rostro y sólo atinó a decir que no sabía. La mujer exigió que le regresaran su dinero y el panzas huyó despavorido (yo pensé que se había ido a llorar al baño por el gritote que le pegó la señora). La mujer sacó su celular y habló para cambiar la cita con el médico. Apenas había terminado, apareció de nuevo el gordo y le dio el sobre con los resultados. La mujer bufó, le arrebató el sobre y salió evidentemente encabronada.

A las 6:45 en punto (lo sé porque había un relojote digital en medio de la sala), me levanté y fue al gabinete que había dejado vacío la mujer. Una joven flaquita, anteojuda y de dientes prominentes, me preguntó si ya me atendían. Le dije que tenía cita para un ecocardio… No me dejó terminar. Me dijo que me sentara, que en un momento me atendería y salió corriendo rumbo al archivero del fondo. Pasaron los minutos. A las 7:05, la flaquita seguía sumergida en el archivero, los demás empleados pasaban ante mí como si no existiera, hasta que uno de ellos, el que de más edad, se apiadó de mí y me preguntó que si ya me atendían. “Es que aquella señorita…”, alcancé a señalar con el dedo, pero él no me dejó terminar. “No se preocupe, ahorita lo atienden”, dijo, y atrapó del brazo a otra mujer que pasaba por ahí. “A ver, atiende al señor”, dijo y la sentó ante la computadora. Con cara compungida, la mujer registró mis datos.

En ese momento, uno de los empleados preguntó donde estaban las llaves de no sé qué cajón. Todos los demás, incluída la mujer que me estaba atendiendo, se abocaron a buscar las méndigas llaves. Pasaron más minutos, hasta que las encontraron. Todos rieron, felices, e hicieron chanzas y bromas, como niños en recreo. Hasta que la tipa que me estaba atendiendo se acordó de lo que estaba haciendo y terminó el trámite. Pero cuando iba a imprimir el comprobante, la impresora se trabó. Llamó a otro empleado, un prieto engominado con los pelos parados y puntiagudos como ahora se están usando (¿qué nadie les ha dicho que se ven horribles, sobre todo si sus facciones distan de asemejarse a las caucásicas?). Haciéndose el chistoso, coqueteaba con la chica, mirándola en lugar de ver la impresora que trataba de arreglar. Finalmente, el recibo se imprimió. La tipa me dijo que subiera al segundo piso para que el doctor me hiciera el estudio. Eran las 7:33 (lo sé porque… bueno, ya saben)

En el segundo piso no había nadie. Muchos gabinetes y puertas cerradas. Detrás de una de ellas se escuchaban voces. Decidí esperar. Pero entonces me dieron ganas de orinar. En la puerta de los baños había una nota: “Baños exclusivos para pacientes del área de diagnóstico nuclear. No los use”. Bajé las escaleras y me di cuenta de que los únicos baños que había estaban en la planta baja. Regresé y ya estaba un doctor, güero y regordete, con las manos peludas, que me recordó a mi tío Alfredo. Le extendí el recibo. “Ah, caray, creo que ya me metieron un gol”, dijo y lo miré con cara de “¿De qué hablas, Willis?” “Es que ya tenía paciente para las siete, era el que se acaba de ir. Pero no se preocupe, ahorita lo atiendo”. Y se fue.

A los dos minutos regresó y entramos al cubículo de ultrasonido. Mangos de cápsula como la del doctor House: dos sillas, un catrecito y un equipo del año del caldo. Me dio una bata desechable, me dijo que me quitara la camisa y que me acostara en el catre.

Para no hacerles el cuento más largo, al final pude ver mi corazón latiendo en una pantalla, como si fuera un fetito, pero sin forma humana, más bien parecía una especie de cafetera bombeando. El doctor me explicó que eso era la “válvula mitral”. Ah, qué bien, ni siquiera sabía que todos tenemos eso. Me vestí y le di las gracias. Entonces me dijo: “Nada más que ¿sabe qué? Le voy a tener los resultados y la interpretación hasta el martes —era viernes—. Es que me han estado cargando de trabajo y tengo que irlo sacando como va cayendo. ¿Tiene algún inconveniente?”

Dije que no, que no había problema. Nada más le rogué a Dios que me socorriera cuando tuviera que enfrentar el martes al jardín de niños del área de “Atención”.

viernes, noviembre 20, 2009

La noche de un día difícil

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"Suicidio" de Edouard Manet (1877)

por Fernando Reyes


A Demián Reyes.
A David Reyes, in memoriam.
A Memo, Edgar y Roger.

Es de noche, muy noche. Te llegan muchas cosas a la cabeza, atrabancadamente, atragantadamente. Y en noches como éstas siempre quisieras que venga ella y encienda tu fuego. Try to set the nigth on fire. Pero ella se fue de casa, has trabajado como perro y no hay quien te abrace. Había una chica con ojos de caleidoscopio, que compró una escalera al cielo. Con diamantes. Ya estás alucinando de nuevo. El alcohol ya no es para ti. La droga menos, eso quedó atrás. Fue para tu generación, los jinetes en la tormenta, se podaban ustedes mismos, recuerdas. Las noches de bohemia. Rápsodas en una buhardilla. Desmenuzando las letras, estudiantes de letras, arrojados a este mundo, como perros sin hueso. Contando anécdotas: Billy Cook asesinó a toda una familia en Illinois, A sangre fría. El guardián en el centeno, Trópico de Cáncer, Coprofernalia y otros libros que comentaste con ellos. Un hombre asesinó a otro hombre, a un soñador. El mundo sin fronteras ni religiones se empezaba a acabar. Sectas suicidas, muros y el recuerdo de tu mejor amigo rasurándose las cejas en homenaje a Pink. Extrañas a tus amigos de generación, degenerados. Come together. Con una pequeña ayuda de ellos quizá no te sentirías así, arreglando un hoyo. Tu propia tumba. Help! ¿Qué quedó de aquellos años? El tocadiscos viejo tiene tanto polvo como tu memoria. Otro trago para desempolvar el alma. When I was younger so much younger than today, ya entonado, cantas desentonado la rolita de Lennon y McCartney. Te burlas de las ideologías, de Lenin y MacArthur. Tanto rollo para que el mundo se reduzca a un supermercado. Tanto chorema de Pitágoras para que tus amigos se convirtieran en ciudadanos ejemplares. Tanto pedo pa cagar aguado, piensas y caes en la cuenta que el güisqui te está surtiendo efecto, que si te vieran tus examigos te volverían a negar. Tres veces. Tres amigos. Ex. Tres mujeres. Ex. Tu exmadre, tu expadre. Ya no tomes. Tu poca inteligencia te hace ver lo ridículo de sentirte víctima; sin embargo esta noche quieres zurrarte en todo, en ti mismo defecar, como la escena de The Wall. Empiezas a mezclar las bebidas y los idiomas y las escenas y los libros y las películas y mujeres que has tenido. Tomas la funda del elepé de los Who y comienzas a traducir: People try to put us d-down: “La gente intenta ponernos abajo”; sabes que eso suena asqueroso y corriges: “Todos tratan de sobajarnos / porque a nuestro alrededor hay cosas que parecen horribles...”. Recuerdas a tu ex mejor amigo declamando en francés el poema de Bretón “Chevaliers de l´Ouragan”. El volumen de tu estéreo se sube sin que nadie le haya subido. Las honorables cincuentonas del piso de abajo han empezado a golpear con el palo de escoba su techo para que le bajes a tu escándalo. A ti no te importa, como si no supiera todo el edificio que a veces meten a muchachitos veinteañeros con el pretexto de que son vendedoras por catálogo. A ti no te importan ellas, ni tus compañeros de trabajo que viven para el fútbol. People are strange when you are strange. Si no te importas tú qué te van a importar los otros, a pesar de que estés cantando “I am he as you are he as you are me and we are all together”, del grupo integrado por un humanista, un ecologista, un hinduista y un cavernario. Ringo Starr es el hombre más afortunado del mundo, dices para tus adentros, te carcajeas y te sirves otro trago de ron, a pesar de que sabes que mezclar te hace tanto daño. Forjas otro cigarro. También has mezclado los elepés con los cidís. Y piensas en ella otra vez. Come on baby, you were my queen and I was your fool. Ya no te da risa tu victimización y te la crees de verdad. Love me two times, I´m goig away. Te llega de súbito el único amigo que acabó con sus días en sus años mozos, cual verdadero jinete atormentado. Seis personas estuvieron en su sepelio. Tú y tus otros examigos no estuvieron porque estaban embriagándose en una playa a cientos de kilómetros de la caja del muerto. La vida no es lógica y luego Supertramp en el tocadiscos: When I was youn, it seemed that life was so wonderful. Te sientes un perro negro mordiendo el polvo esta noche que la realidad y tus años se estrellan en tu alma. Is this the real life. Is this just fantasy. No escape from reality. Rápsodas bohemios, qué tristeza me dan, sus días se han dio. Mañana tendrán que ser hombres nuevos. Tocas la batería imaginaria y, de nuevo, maldita, sea, te llega el recuerdo de tus amigos tomando Ron Richardson a las siete de la mañana. Sólo pocos hombres nacieron para el rock, sólo uno tiene un pacto. Eres una piedra rodante. Las piedras rodando platican en tu buhardilla acerca del día en que Jagger fue encontrado a sus sesenta años en una habitación con seis muchachitas. Tú eres Nobody. Eres el púber eterno, el artistilla adolescente. Pedro Pan, que no quiere crecer, el que lucha por parir un mundo nuevo, el guardián en el centeno. Eres un guardián del orden y tu vida un desorden. No naciste en el país de Shakespeare. Eres de un país pequeñito. No tienes la silueta de Jagger a sus sesenta y seis corriendo el saltarín. No tienes simpatía por el diablo. El licor te sigue embotando los sentidos. Alguien toca la puerta. Las puertas de la percepción, alguna noche te gustaría escribir lo que sientes esta noche difícil, no podrás, la mente alterada no sirve para escribir. Has pateado a Allan Poe. Pones de nuevo el vinil de The Who. El rock es tan adictivo como los instantes eternos de un orgasmo. Se repite la rola. Se repite la rola. Se raya el disco precisamente en la rola “Who are you?”: Who are you? Who are you? Who are you? Y se repite o la repites, ya no sabes, el disco duro de tu memoria se ha desacelerado. Who are you? Who are you? Who are you? El alcohol te hace daño, Mr. Mojo, te lo han dicho tantas veces. Juar-yú. Juar-yú. Ríes para no llorar. Un hombre sin personalidad. El beat del rock te invita a bailar. Some dance to remember. Mr. Kite. Brincas tocando una lira imaginaria. La señorita Cometa, recuerdas y te cagas de la risa mientras das otro jalón. Rolas van y vienen, de tu oído a tu cerebro, de tu pasado a tu presente, de tus pies al corazón. Juar-yú. Juar-yú. I am the warlus y comienzas a aplaudir como estúpido. Eso eres, un payaso muriendo. Gritas soy Jack el saltarían. Te ves bailando heavy metal en aquel bario de donde no debiste salir jamás. I´m just a poor boy and nobody loves me. Eres una víctima payaso. Oh, Gloria. Angie, remember all the nights we cried. Let’ s spend the night together. Venía a mí envuelta en colores como un arcoiris. Lucía en el cielo con diamantes, qué pésima traducción. Eres Nobody Pérez. Eres Pink, cómodamente insensible, abrazado a los brazos-muros de su madre. Good bye, Ruby Martes. Entonces el tic tac de la muerte te hace ojitos. He blew his mind out in a car. Podría traducirse como que él se voló los sesos dentro de un auto. Baby, you can drive my car. Recuerdas a Gloriangielucy. Una te cuestionó tu vida, otra te cuestionó tu amor, la tercera no cuestionará tu muerte. Una de ellas murió en su auto, en una autopista desierta y oscura. Humo en el agua, fuego en el cielo. Fumas a la madre naturaleza. Such a lovely place. ¿Para qué vivir después de los 27? Tal vez tengas un imponente auto. You can drive your car. Imaginas a Jimmy después de sus 27 patrocinado por una marca de autos. La felicidad es un arma caliente. ¿Cómo sería Janis como burócrata de la cultura? La muerte te da güeva. Imaginas a Jim cantándole al Cristo más reciente, al de moda. Te da náusea pensarlo. Crees que Brian Jones se ha hecho millonario con el negocio de las guitarras. Jimmy, Janis, Jim, Jones. ¿Qué puede haber bueno en la vida después de los 27? J. J. J. J. Kurk Cubain desentonó. Keith, la luna y la bataca. Tu nombre empieza con jota, el más común, como tú, sin simpatía por nadie. Menos de seis personas irán a tu velorio. Debiste morir a los 17 cuando te mataron tus ganas de escribir. Lennon perdió a su madre a los 17. Mother, you had me but I never had you. O a los 7 cuando te mataron tus ganas de expresarte. Hey, teacher, leave the kids alone. O a los siete meses como tu hijo muerto antes de que conociera esta vida. Un día en la vida. Prefiero morir antes de envejecer, debió cantar tu generación, pero maduraron y te dejaron morir solo. Te caes y te levantas, sin metáforas. Adiós a las letras. Preferiste un Revolver psicodélico y te sumergiste en tu submarino hasta el fondo de tu vacío. I look at all the lonely people. En tu abismo buscas algo. No sabes qué. Happines is a warm gun. Tomas el revólver que es tu instrumento de trabajo y lo sopesas. Sopesas tu vida. Eres una morsa que está llorando, crying, crying. No eres un escritor de novelas, no harás una revolución. Estás pedísimo. Te han dicho que ya no bebas, has perdido a todo mundo. Piensas que es hora de que ellos te pierdan a ti. Piensas en las mujeres de tu vida, las que te la quitaron. Gloriangielucy. Eres Nobody. No tienes ojos. Se te nubla la visión con tanto humo. No tienes oídos y no escuchas a tus colegas policías detrás de la puerta. Oyes que te dicen wellcome to the hotel. Quisieras que fueran tus amigos estudiantes de letras... de canciones. No pudiste matar a la bestia. Huiste en un tren para escapar de ese fanático que eras tú mismo. Has perdido tu propia guerra. Has perdido a tu padre como Pink, como Tommy. No ves, no oyes, estás en tu hoyo cómodamente insensible. La madre de Richard Palmer. ¿Podríamos tener ahumados para el desayuno, mami? Te recuerdas bebiendo ron Richardson con tus amigos, pero ellos ya encontraron su hueso. Venden, compran, rezan, dichosos los normales. La felicidad siempre te ha pesado, costado tanto. Can´t buy me love. Siempre matas a la felicidad, eres un felicida. Madre superior jumps the gun. La madre María no llega a susurrarte palabras sabias al oído. No tienes oídos. La madre Superiora ha desenfundado ya. No tienes ojos ni lengua. La madre de Tommy. ¿Mami, puedes oirme, puedes tocarme? Recuerdas la madre-muro en una película. ¿Mother, should I build a wall? El niño José Pedro Pan quiere a su mamita y juega a ser policía. La madre de Mercury. Mamá, sólo maté a un hombre. A mí. Mamá, no quise hacerte llorar, mamá, no quiero morir. No tienes madre. Who are you. The answer is blowing in the air. Eres el tonto de la colina. Qué poca madre tuviste. You were only waiting for this moment to be free. Dispara antes de que te disparen. ¿Hay vida después de la vida? Vas a tener un auto de lujo. No obtuviste ninguna satisfacción. ¿Hay vida después de los 27? Cómodamente podrás seguir vivo. Dispara, insensible. Te vas a morir. Una tarjeta de crédito. Te estás muriendo. Un empleo envidiable, una esposa rubia, unos niños rubios y una casa rubia. Y más muerte, y más dinero, y más años. Dispara antes de que acabe esta noche difícil, antes de que llegue el éxito que todo hombre sueña. Sueña, cierra los ojos, escucha la última rola y recuerda cuando eras joven y la vida parecía maravillosa. You were only waiting for this moment to arise.

martes, noviembre 10, 2009

TRATADO DE IMPACIENCIA NO.2009

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No manchen: me cae que ya no lo vuelvo a hacer

La cosa fue así: nunca supe cuándo empecé a sentirme realmente mal, pero lo cierto es que un día desperté y sentí el abdomen pesado e hinchado, como si hubiera comido en demasía durante varios días seguidos. Cada vez me sentía más agotado, me costaba mucho trabajo caminar apenas unos metros sin agobiarme, perdía el aliento y sudaba como escuashista. Siempre pensé que era producto de mi gordura y de las malpasadas de beber y comer. Pero sentía que era la cruz que tenía que cargar por haber abusado de mí y de mi organismo durante tantos años. Ya saben: la pinche moral culpígena del catolicismo: “Ya gozaste con tu pecado, ahora no te quejes de la penitencia”.

Curiosamente, a partir de agosto, empecé a viajar para dar cursos en diversos estados de la República y hasta participar en una Feria del Libro, la de San Luis Potosí. Lo cierto es que siempre he sido totalmente sedentario y los viajes semanales a Puebla (aunque me encanta dar clases en la Escuela de Escritores, tanto por la generosidad de las autoridades como por el entusiasmo de los alumnos) empezaron a hacer mella.

En SLP empezó la debacle, digo yo, aunque es probable que ya la trajera cargando desde Ciudad del Carmen. La misma noche que llegué a tierras potosinas comí y bebí en exceso (no iba a perdonar las enchiladas). Al día siguiente, el de la presentación, vomité el desayuno y me fui al hotel a descansar. Afortunadamente, todo salió bien, pero ya me quería regresar a mi casa, a pesar de la hospitalidad de mi querido amigo Luis Carlos Fuentes.

La semana siguiente regresaría a las clases en Puebla. Ya tenía todo planeado: iría a la fiesta de cumpleaños de mi querida amiga Pilar, me retiraría temprano y a primera hora del sábado viajaría a la angelina ciudad. Pero amaneció el sábado y sentí que el mundo se me venía encima. Otra vez la justificación: “Pero si ni bebí tanto”. La cosa es que tuve la premonición de que en el viaje me pondría peor y podría pasar algo, así que como pude traté de comunicarme con los alumnos para que no fueran en balde. Y me encerré a piedra y lodo el fin de semana. Iluso de mí, pensaba que era pura cuestión de cansancio.

Pero ahora me dolía el abdomen y no dejaba de crecer. Lo sentía pesado, lleno de líquido. Pensé que podría ser algo relacionado con la gastritis. Tomé lo que se estila en esos casos y esperé. Pero nada. Cada vez me sentía peor. La cosa es que un viernes a las cinco de la tarde lo mejor que se me ocurrió fue ir a la sala de urgencias del hospital de Xoco. Entré y la sala de espera estaba atiborrada de pacientes (aquí sí se aplica literalmente el término). La mujer que tomó mis datos me dijo que estaban “algo” cargados de trabajo, así que me atenderían posiblemente en “unas tres horas”. Me preguntó si me acompañaba alguien. Le dije que no y me fui a sentar a un rincón de la sala desde donde dominaba todo el panorama.

Curiosa terapia ésta de la esperar en la sala de urgencias de un hospital público. Hablé a Puebla para avisar que nuevamente no iría a clases. Sentìa que mi internamiento en el nosocomio era inminente (me encanta escribir esto, me siento como guionista de Doctor House). Mientras observaba todo el desfile de enfermos y accidentados (una niña descalabrada, una joven con el brazo roto y las rodillas descarapeladas, un hombre con un dolor en el abdomen que no le permitía ni siquiera sentarse, una viejita en silla de ruedas con el trasero al aire y totalmente inclinada hacia adelante…), empezó a pasar el dolor y me puse a pensar en lo triste que era toda esa situación para todos, pero desde luego para mí. ¿Y si me internaban? ¿A quién le hablaría? ¿A mis hermanos? No, esos son unos inútiles. ¿A mis primas? Sería una molestia grande, pero ni modo. ¿A mis amigos? ¡Qué mal gusto ése de hablar en viernes para que vayan por ti al hospital! “¿Y qué te pasó? ¿Tienes la panza llena de agua y te duele la cabeza? ¡Nadie se ha muerto de eso! ¡Aguántate como los machitos, deja de perjudicar al prójimo y mejor vete a tu casa!”

Y así lo hice: a las nueve de la noche, pasé a comprar algo de comida al super y me fui a mi casa. Ya no me sentía tan mal. Pero el lunes, a primera hora iba a buscar un doctor, un especilaista, para que tratara el problema que yo creía aún que tenía que ver con una gastritis mal tratada.

Busqué en Internet algún doctor y encontré una clínica cerca de mi casa. Tampoco quería tener que ir tan lejos a la consulta. El lunes en la tarde llegué al consultorio. Expliqué al doctor los síntomas. Y lo primero que hizo fue tomarme la presión arterial. Lo hizo dos veces, pues no dejaba de sorprenderse. “Tiene usted la presión altísima. No sé cómo anda en la calle y no le ha pasado nada. Tiene 190/140”. Me enseñó una tablita que explicaba que lo máximo que se puede aguantar es una presión de 170/120. Es decir, 190/140 era para hospitalización inmediata. Ahí sí sentí miedito.

El doctor mandó a que me hiciera todo tipo de análisis: de sangre, rayos X, ultrasonido, electrocardiograma. Me prohibió el alcohol y la sal, me puso a dieta, me recetó unas medicinas, me mandó de inmediato a mi casa a guardar reposo absoluto, hasta que se me bajara la presión.

A los dos días fui a hacerme los estudios. El jueves le hablé a Pilar para decirle que no podría ir a su fiesta de Halloween disfrazado de Sully, el de Monsters Inc., pues estaba “algo indispuesto”. Le conté lo que había sucedido (sin las partes bochornosas) y mejor no lo hubiera hecho. De pendejo no me bajó: que por qué no les había dicho antes, que qué me creía, que no me hiciera el mártir, que en ese mismo momento me mandaba a la artillería pesada (a su hermana y a su cuñado) para sacarme de mi casa.

Logré calmarla y decirle que ya casi todo estaba bajo control, pero movilizó a toda su familia (la legal y la ampliada, jajaja, es que es tan grande que no se conforma sólo con los parientes directos sino hasta agregados y adoptados, como yo) y me hablaron por teléfono, me regañaron y me reconfortaron. También todos esos días hablé por teléfono con mi amiga Sandra, que también estaba enferma de la pleura, pero no tan grave.

El viernes regresé con el doctor y me dijo que la radiografía del corazón mostraba un crecimiento anormal, una cardiomegalia, y que tenía el ácido úrico altísimo, pero que todo lo demás estaba bien: glucosa, colesterol. triglicéridos. Me dijo que lo vería con su colega cardiólogo, pero hasta el miércoles, porque en ese momento su colega estaba en un seminario en Puebla.

En tanto, me puse a investigar de qué se trababa eso de la cardiomegalia y me entró más pánico. Ya me sentía al borde de la tumba. Pilar me dijo que fuera con otro doctor. Yo no quería, sentía que debía darle el beneficio de la duda al doctor que ya había consultado, aunque no parecía tan congruente al plantearme cosas tan graves (según yo) y dejar que pasaran los días en lugar de actuar rápidamente.

Al jueves siguiente, sin avisarme, llegaron Carmela y Adriana para llevarme a Cardiología. Entramos a urgencias sin ningún problema y un joven doctor me atendió, me midió la presión y me dio unas pastillas para bajarla en ese momento. Vio mi radiografía y me dijo que sí, efectivamente, el corazón estaba algo grande, pero que se debía a la propia alta presión arterial. Y que me tenía que atender un médico internista, no un cardiólogo, pues mi problema era la presión alta, no necesariamente una afección cardíaca.

Salí de la consulta con otra cara. Al día siguiente, decidí atender el consejo de Pilar y busqué a mi amiga Lupita Carpy para que me recomendara con su esposo, el doctor Walter Querevalú, especialista en medicina crítica del Hospital Mocel. Caray, qué diferencia. Finalmente, con todos los elementos que ya tenía me hizo un diagnóstico claro y preciso de mis padecimientos y me dio indicó un tratamiento específico para volverme a equilibrar.

Ahora tengo que tomar mis medicamentos, estoy a dieta rigurosa porque tengo que bajar hasta mi peso normal, no puedo beber alcohol ni andar en el relajo durante un rato ni estresarme demasiado. Espero en unos meses estar mucho mejor y sanar totalmente (aunque esto de la hipertensión es para siempre).

Yo no sé ustedes, pero yo sí soy medio sacatón con eso de las enfermedades. Quizá no era tan grave, y a lo mejor sobreactué y actué mal, tomé malas decisiones, y sobre todo no acudí a quienes podían ayudarme. Pero pues así aprendo yo: a punta de madrazos. Quéselevacé.

Escribo esto para agradecer con todo mi cariño a mis amigos que se preocuparon por mí, que me llamaron por teléfono, me mandaron mensajes por el correo electrónico o el FB e incluso me fueron a visitar a mi casa en esos días de reposo. Como diría Borges (citando a Soda Stereo): Gracias totales.

Y a seguirle dando, que es mole de olla.

domingo, noviembre 01, 2009

¿Cuánto cuesta un poema?

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Poetas osculares toman Bellas Artes

por Fernando Reyes


(Esto lo leyó Fernando Reyes en la presentación de su antología Nectáfora. Antología del beso en la poesía mexicana, y que tuvo lugar el pasado miércoles 28 en el Palacio de Bellas Artes. Como se dieron cuenta quienes fueron a dicho acto (y los que no, pues aquí estoy yo para informaros debidamente), acá su tundeteclas no pudo hacer acto de presencia debido a cuestiones de salud (me subió la presión arterial bien cabrón), pero me hubiera encantado compartir de nuevo la mesa y la poesía con toda la cuatitud que sigue (seguimos) en la necia de gestar nuestros propios proyectos sin necesidad de andar perreando bequitas ni premiecitos (si llegan, bienvenidos; pero tampoco nos desvivimos por ellos).

“No seas tonto –me dijo con una altisonancia un colega-, ¿para qué promocionas a otros y no a ti mismo? Y además no les cobras ni un quinto”, y agregó otra altisonancia. Llevo varios años y diez antologías pensando en aquella pregunta. La primera compilación que hice, como esta última, la edité con dinero de mi bolsillo. Fantasiofrenia. Antología del cuento dañado. Agotada en unas cuántas semanas, hasta la fecha me siguen pidiendo que la reedite. Recuerdo que aquellos cuentos fueron reseñados por Nacho Trejo Fuentes, recuerdo que mis alumnos se la peleaban; uno de ellos me dijo “¿Ya no tiene otra, maestro?, es que mi abuelita se quedó con ella?” Recuerdo que mi suegro, quien no había leído un libro en décadas, me incitó a lanzar Fantasiofrenia II, texto también agotadísimo. Cuando convoqué para esta segunda parte, solicité una carta en que cedieran los derechos para esta edición, pues también me habían advertido –con altisonancias, claro- que tuviera cuidado con esas cuestiones patrimoniales, sobre todo cuídate de los Rulfo, marca registrada. Todavía guardo con afecto la única carta de cesión de derechos que recibí, escrita a mano, letra neurótica, escaneada: el firmante: Guillermo Samperio, narrador dañado, amigo ídem. Con él compartieron el índice desde los decanos Gonzalo Martre y Gerardo de la Torre hasta Memo Vega y Edgar Avilés, quienes siempre confiaron en mi proyecto. También agradecí las plumas de Mauricio Carrera, Alberto Chimal, Ernesto Murguía, Eve Gil, Marcial Fernández, y otros jóvenes inéditos no menos talentosos.

El siguiente paso era lanzarme al mercado: necesitaba una buena inversión, socios, una oficina o local, lidiar con la burocracia de Dinamarca #84, trámites de International Standar Book Number, buscar distribuidores, negociar con los emporios libreros, en fin; rendirle cuentas al señor Carstens. Ser el microempresario con todas las oportunidades que el gobierno de Fox sembró en este país. ¿Eso era lo que quería? ¿Que mis libros se vendieran tres o cuatro veces más caros de lo que yo podría venderlos? No. ¿Y mi tiempo para escribir, para leer, para enseñar y seguir juntando escritores que hablen de lo que a mí se me antoje? Vender de mano en mano, de presentación en presentación, de feria en feria, de universitario en universitario, es – me lo ha enseñado un amigo que se encuentra en esta mesa- tremendamente digno. Para hacerme rico, ya estoy planeando con mi amigo cuentista Edgar Pérez, poner un criadero de langostas allá en las playas vírgenes de Guerrero. Espero que no sea uno más de sus cuentos dañados.

¿Pero por qué sigo promocionando a otros? La primera compilación me trajo enemigos porque el librito estuvo mal impreso. Un par de los integrantes, quienes (que yo sepa) jamás han vuelto a publicar, incluso, me pidió regalías. “Te has de haber llevado un buen billete” –dijo, agregando, por supuesto, unas altisonancias. Si alguien conoce a alguien que vendiendo libros de poesía haya ganado buen billete, que me lo presente, por favor, porque yo sólo saco lo necesario para pagar impresión, insumos, transporte, internet, diseño y, a veces, para un coctelito el día de la presentación. Como aquí en Bellas Artes hay que pagar servicio de meseros, copas y descorche hoy tendrán que perdonármelo. Hasta hoy sigo vendiendo mis libros a muy bajo costo, para demostrar que los libros se pueden salvar de la inflación y los impuestos. Aun así, luego ni los antologados mismos quieren comprarlos.

Tanto mal agradecimiento en mi corto camino de antogista me inspiró a compilar De perros y otras malas personas, que mereció un comentario de Vicente Quirarte, maestro y amigo que merece toda mi admiración. Cuando Quirarte me regaló unas palabras, creí que ya la había hecho en grande y me puse a buscar a los escritores más cotizados para que comentaran o presentaran mis antologías. Sorpresas que me llevé. A mayor prestigio, mayor cobro querían por una contraportada. Una reseña en una revista cotizada me costaría como una publicidad. Y muchos escritores que yo creí –porque así los había escuchado nombrase- promotores de la lectura, de los nuevos talentos y amantes de la literatura, me salieron más falsos que las promesas de campaña. Algún día diré los nombres de quienes me trataron con desdén, indiferencia y, claro, con altisonancias por mi insistencia.

Con tantas altisonancias que me han dicho, decidí compilar mi Calemburetruécanos. Antología de groserías y doble sentido en la poesía mexicana, en la que rescaté los exquisitos versos, entre otros, de “Renato Leduc y Salvador Novo quienes reivindican, en formas clásicas, el manejo creativo de la grosería”, tal como escribió Monsiváis en la cuarta de forros. En la casa de Carmen Boullosa, le pedí a su hermano si me dejaba incluir su Poenalga en la siguiente edición; y antes de que Pablo pusiera peros, su hermana me autorizaba: “Sí, hazlo, yo soy su agente literario”. Me ha dicho, con groserías cariñosas, que si incluyo a algún famoso quizá la antología se difunda en la televisión, que es el nuevo escaparate de los escritores. Si no sales en la tele no existes. Creo que tampoco quiero eso. Ya no me peleo con los escritores y sus agentes, ni con las divas que tanta risa me dan, ni con los primerizos que buscan desaforados la fama. Estoy tan curado de eso que hice una antología literaria que le hiciera la competencia a los libros de autoayuda; Carpediemeros, en la que Eduardo Casar habla de vivir al máximo “ora que puedes”, Javier Sicilia agradece a la vida, o Ernesto Cardenal habla de lo bello que es un amanecer. Cuando no quiero pelear con los de aquí, me voy a Cuba y compilo Palabras en la arena, Antología de jóvenes poetas cubanas.

Quiero que mis próximas antologías las lean gentes tan comunes y corrientes como yo, quiero seguir incluyendo a jóvenes inéditos, quiero hacer mi cuarto libro de besos y mi cuarto libro de cuentos dañados, quiero que se agoten los 500 ó 1000 ejemplares que edito, quiero que de vez en cuando las comenten y presenten verdaderos lectores y amantes de la literatura, no divas ni señores prestigiados, quiero seguir presentándolos en una cárcel, en una plaza, en un bachilleres y, hasta por qué no, en un recinto de Bellas Artes, como hoy, rodeado de amigos, de familiares, de alumnos y de algún distraído que entró por casualidad, a ver si había cóctel, y que estoy seguro que no se irá sin su libro de besos. Cómpralo, la poesía es para ti, no para privilegiados. Compra mi antología, podrás leer a 90 poetas mexicanos, el más grande tiene 191 años, se llama Guillermo Prieto y fue un hombre de una sola pieza; y la más joven tiene 24, se llama Ileana Garma, y anda por aquí, para firmarte su poema. En total son 100 poemas, no tienen el 16% de impuesto. ¿Pagarías cincuenta centavos por cada poema?

Leído en Bellas Artes en la presentación de Nectáfora (28/10/09)