martes, mayo 22, 2012

Carlos Fuentes: corte de caja


Por Guillermo Vega Zaragoza

Ahora que falleció Carlos Fuentes ha llegado la hora del corte de caja, de hacer el recuento de los saldos que dejaron su obra y su influencia en la literatura mexicana. Con su muerte, todo aquello extraliterario queda ya en segundo plano: sus posiciones políticas y el poder cultural que pudo haber ejercido ya no pueden ser defendidas ni tiene efecto. Lo único que nos queda es su obra, leerla, evaluarla, criticarla y colocarla en su lugar preciso dentro de la tradición literaria de nuestro país.
A Carlos Fuentes le tocó formar parte de una generación de escritores latinoamericanos que nacieron en una época inmejorable para dar a conocer su obra. Se trató de una generación de posguerra proveniente de naciones subdesarrolladas y aisladas, hasta ese momento, del banquete cultural del mundo civilizado, una especie de “salvajes” que asombraron al anquilosado medio literario, sobre todo, porque demostraron tener tanto talento como los más grandes escritores ingleses, franceses, alemanes o rusos. Salvajes latinoamericanos que vinieron a refrescar el aire enrarecido de la literatura de la segunda mitad del siglo XX con lenguajes, temáticas y planteamientos frescos, renovados, casi vanguardistas, pero también íntimamente ligados a la tradición occidental. Se trata, desde luego, de los escritores del “Boom”: Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, José Donoso y, por supuesto, Carlos Fuentes.
Fuentes entró por la puerta grande a la literatura. Apadrinado por Alfonso Reyes, publicó su primer, deslumbrante, libro de cuentos, Los días enmascarados en la colección Los Presentes de Juan José Arreola. Y más adelante su primera novela: La región más transparente. Como dijo Elena Poniatowska, Fuentes fue el primer escritor profesional que existió en México. Demostró que se podía vivir sólo de escribir y tener prestigio, que la literatura dejara de ser un hobby de licenciados y funcionarios públicos. En ese sentido, fue el primer escritor que entendió que las relaciones públicas eran vitales para poder ejercer esa profesión. Si llegó tan lejos tan pronto (antes de los 45 años ya se habían publicado sus “obras completas”, es decir, las que llevaba hasta el momento) fue porque, además de tener una gran capacidad de trabajo, una imaginación desbordada y una ambición arrolladora, se supo rodear de personas que lo ayudaron y lo apoyaron, que lo reconocían y lo celebraban, pero, sobre todo, sabía a quién había que conocer, dónde había que estar, qué cosas había que ver y, sobre todo, a quién se tenía que conquistar para que le sirviera en el ascenso de su carrera. No hubo mejor publirrelacionista de sí mismo que el propio Fuentes, y por ello arribó al estrellato literario tan pronto como nunca antes lo había logrado nadie.
Sin embargo, su propio estrellato, esa inconmensurable ambición de querer abarcarlo todo, que se expresa también en la intención balzaquiana de escribir “todo México”, fue su propia perdición. Nadie antes que Fuentes había planteado que su obra en conjunto formara parte de un corpus integral, completo, cerrado en sí mismo, como su ambiciosa “Edad del Tiempo”. Conforme iba sumando cada nueva obra, el corpus se iba ampliando para acomodar en él cada nueva invención, cada nueva inquietud, cada nueva ocurrencia. No ha habido un escritor mexicano —y al parecer ya no habrá en un buen rato— con un apetito literario tan voraz como Carlos Fuentes.
La ambición literaria de Fuentes era tan insaciable, tan pantagruélica, que tuvo que inventar un país para habitarlo a través de sus personajes. Le llamaba “México” o “Makesicko”, como en Cristóbal Nonato, pero poco tenía que ver con México, el país realmente existente. Era un México simbólico, plagado de invención, un México que pasaba inevitablemente por el filtro de la imaginación de Fuentes y que muchos tienden a creer que es el México “real”, precisamente porque no lo conocen sino tan sólo de oídas o a pedazos, turísticamente. El propio Fuentes alardeaba que salía en las noches con su libreta a escuchar cómo hablaba la gente para después utilizarlo en sus cuentos y novelas. El México de Fuentes sólo existe en sus obras, medio se parece al real, pero es en sí una creación literaria.
Con el paso del tiempo, esos dos Méxicos se fueron separando cada vez más. He ahí, en parte, la razón de que la crítica mexicana fuera a veces tan despiadada con Fuentes cuando en el extranjero era tan celebrado. Ellos qué iban a saber que Fuentes se lo estaba inventando todo, que hacía mucho que había perdido contacto con el México real y que sólo se regodeaba en su propia invención.
Por otro lado, después de la que sería su “magnum opus” Terra nostra, el afán experimental de Fuentes se fue agotando. Ya no arriesgaba ni experimentaba formalmente sino que se regodeaba en su propio estilo, en su gran capacidad fabuladora, pero con evidente falta de rigor y autocrítica, salvo algunos destellos aún deslumbrantes, por aquí y por allá, pero casi nada que nos hiciera recordar a aquel Fuentes joven, enjundioso, vibrante, de sus primeras obras, por lo menos las que hizo hasta finales de los años setenta.
El estrellato, la disciplina autoimpuesta de escribir cada año un libro, el compromiso con las editoriales para promoverlo en las ferias y medios de comunicación, y ser, además, un intelectual que escribía en los diarios sobre política nacional e internacional, atentaron inevitablemente contra la calidad de su obra. Para ciertos escritores, menos es más. Pensemos en Thomas Mann, que era más o menos un modelo a seguir por Fuentes. Cada gran obra de Mann estaba separada por varios años, a veces una década completa, y en los intermedios escribía ensayos u obras más o menos coyunturales. Es decir, no se puede escribir Doktor Faustus o La montaña mágica cada año. Al Fuentes de los últimos años le faltó modestia, pero también paciencia para gestar grandes obras, más perdurables, no tan dependientes de los calendarios del mercado editorial.
Para los escritores, lo único que sobrevive es la obra, nada más. Ya en vida, Carlos Fuentes aportó varios grandes momentos de la narrativa mexicana y universal. Cada quien tendrá su favorita. El tiempo dirá cuáles son las que sobreviven e, incluso, las que fueron injustamente valoradas en su momento. He ahí el verdadero paraíso o el infierno para el escritor. Fuentes conoció ese paraíso en vida. Qué más se puede pedir.

Publicado en el número 659 del semanario Trinchera

jueves, mayo 17, 2012

Poeta es aquel que hace poesía hasta cuando no quiere hacer poesía


Ayer me entrevistaron por el Facebook para que opinara sobre algunas cosas relacionadas con la poesía. La pongo aquí por si a alguien pudiera parecerle interesante.

Buenas tardes Guillermo, soy Mario Valencia, estudio Literatura en la Universidad de Colima. Me gustaría saber si puedes contestar unas breves preguntas. Tus respuestas me servirían para complementar un pequeño trabajo de investigación que debo entregar para acreditar una materia. Dijeron poetas y dije, a Guillermo.

Primero, gracias por aceptar esta informal entrevista. Empecemos por adentrarnos a tu ámbito creativo; para ti, ¿qué significa la poesía?

Para mí la poesía es el intento, a veces infructuoso, de tratar de capturar un instante de existencia en un conjunto de palabras entrelazadas de una manera original y única.

Al aludir la existencia, se relaciona sin duda con la "experiencia cotidiana"; ¿estás de acuerdo con que el poeta debe experimentar para conocer, aunque, digamos, siempre se quede en el "tratar de capturar instantes"?

Nunca se pueden capturar del todo los "instantes" a través de las palabras. Sólo acercarse. Los grandes poetas se acercan mucho más que los demás. Ahora, la existencia implica tanto lo cotidiano como los grandes momentos de la vida del poeta. En rigor, para el poeta todos los momentos, incluyendo los cotidianos, pueden ser grandes momentos que ameritan el ser capturados a través de la poesía.

Es muy coherente lo que dices, y estoy de acuerdo en que los poetas tienen esa intuición de acercarse "mucho más que los demás". Podríamos decir que el poeta, por naturaleza, no vive advertido pero sí atento siempre a lo que sucede alrededor: experimenta, prueba, analiza, corrige, crea, hasta que entrega una solución, una muestra de todo lo que queda del proceso creativo. Y digamos pues: el poeta es un laboratorio en sí mismo, con todo lo que implica la palabra laboratorio. Así que, ¿qué piensas de que el poeta es un laboratorio?

En ese sentido, soy rimbaudiano y nietszcheano. Creo que el poeta tiene que experimentar todo: todos los sentimientos, todas las emociones, todas las emociones y llegar a un ordenado y concienzudo desarreglo de los sentidos, como dice Rimbaud en la famosa carta del vidente, con drogas o sin drogas, no importa.

Por otro lado, como dice Nietszche, el artista, el poeta tiene que estar siempre borracho, pero de vida, de ganas de vivir, de experimentar, de que no se le escape nada.

¿Cómo se puede capturar un instante que no se ha vivido, que no se ha experimentado? Y sobre todo: ¿cómo se puede capturar en palabras lo no vivido y transmitirlo en forma de poesía? A mí me interesan más los poetas, digamos, vitalistas, que los poetas de lenguaje. El equilibrio en esos dos elementos da como resultado a los grandes poetas.

Tocaste el punto esencial que separa lo que es poesía y lo que no puede ser. Yo creo, por ejemplo, que no existe la mala poesía, simplemente si no pasa ciertos rubros no será poesía, pues la poesía es, digamos, autónoma. Pero tú como poeta, ¿cómo clasificas tus poemas?, quizá has reescrito varios poemas, y eso no significa que dejen de serlo. ¿Qué piensas al respecto?

Yo identifico dos etapas en lo que he escrito de poesía: la primera, en la que no tenía muy claro ni lo que quería decir ni había identificado mi voz poética. Fue una época muy intuitiva, muy de andar a tientas, pero sobre todo de aprendizaje y de unas ganas bárbaras de decir, lo que fuera, pero decir.

Ya la segunda, que me aconteció hace apenas unos tres o cuatro años, fue donde, primero, identifiqué mi voz, dije: "así es, este soy yo". Y segundo, me desentendí de todo lo aprendido y asimiliado y asumí una libertad absoluta donde lo importante, además de la forma, es la "verdad poética", que el poema diga lo que verdaderamente tiene que decir, incluso si parece que está mal dicho, o que se podría decir de mejor manera.

En ese sentido, no trabajo mucho los poemas ni los corrijo mucho después de escritos. Ya salen como deben de salir. Y si no salen bien, pues es que no les tocaba ser poemas.

Claro que sé de composición, métrica y esas cosas, pero ya está tan interiorizado que no pienso mucho en ello. Lo que me importa es que los poemas suenen a poesía. A lo mejor no sé explicar esto muy bien, pero si un poema suena a poesía es que es poesía, y si no, pues no.

Has sido muy descriptivo en cuanto tu gradual transición. Admiro, como lector, que tengas esa sinceridad que muy pocos pueden aceptar: si suena a poesía es poesía, si no, pues no. Creo que resumes el gran escollo de los críticos por explicar el fenómeno de la identidad poética.

Quiero felicitarte por el trabajo que has realizado, ya me ha tocado leer algunas letras tuyas y por eso mismo consideré pertinente contemplarte para esta entrevista. A pesar de que no se pudo en vivo, vale mucho que te hayas tomado la molestia de atender mis preguntas.

Antes del cierre oficial de la breve entrevista, ¿te gustaría agregar algo Guillermo?

Nada más decir que, aunque a veces me mencionen así, yo no me considero poeta, ese es un título inmerecido. Yo escribo versos y, a veces, algún poema medio bien hecho, que transmite algo a quien lo lee. Poeta es aquel que hace poesía hasta cuando no quiere hacer poesía, que hasta cuando hace la lista del súper le sale lo poeta.

Pues eso.

Gracias a ti, por el interés y la paciencia. Ojalá te sirva. Ya nos estaremos viendo.