domingo, enero 20, 2013

“HOLGAZANEANDO EN UNA TARDE DE DOMINGO”


por Guillermo Vega Zaragoza


Salgo a trabajar el lunes en la mañana.
El martes me voy de luna de miel.
Regresaré antes de que se esconda el sol.
Estaré holgazaneando una tarde de domingo.
Paseando en bicicleta el miércoles a mediodía.
El jueves voy a bailar vals en el zoológico.
Vengo de la ciudad de Londres, tan sólo soy un tipo ordinario.
Los viernes voy a pintar al Louvre.
Estoy a punto de que me inviten a salir la noche del sábado.
(Ahí viene otra vez)
Estaré holgazaneando un domingo
holgazaneando un domingo.
holgazaneando una tarde de domingo.
Freddie Mercury “Lazing on a Sunday Afternoon”
(Queen: “A Night at The Opera”)

Para muchas personas las tardes del domingo son una especie de purgatorio, pero en sentido contrario: expulsados de la holganza celestial del fin de semana, expían sus culpas antes de entrar al infierno de la semana laboral. Resulta comprensible: una tarde es demasiado corta para emprender algo que valga la pena, pero demasiado larga como para esperar a que acabe sin sufrir verdaderos ataques de angustia, con implicaciones hasta suicidas.

Se me ocurre que una explicación a este fenómeno podría ser la siguiente: hubo un tiempo en que las familias nucleares eran la norma; es decir: papá, mamá e hijitos. Y de los días de la semana, el domingo era el más esperado por los niños debido a múltiples razones: invariablemente incluía la visita a un parque, que casi siempre era Chapultepec o algún sucedáneo, en el que uno podía correr como caballo desbocado, jugar futbol con los primos, andar en bicicleta y, lo mejor de todo, comer todas las chucherías prohibidas durante la semana (chicharrones, mangos con chile, algodones de azúcar, nieves de limón, alegrías, pepitorias y merengues), pues para eso nos daban “el domingo”, ese emolumento derivado de ejercer el arduo oficio de hijo de familia. Uno terminaba tan cansado (y empachado de tanta porquería que se ha embutido) que caía como tabla en cuanto el cuerpo presentía la molicie de la cama.

Pero con la crisis de la pareja y la emancipación de la mujer, la familia tradicional se fue al carajo y la familia disfuncional llegó para quedarse. Eso ha provocado estragos en la forma en que los niños viven los domingos de unos años a la fecha, pues generalmente los padres se rotan la custodia de los infantes durante los fines de semana. Entonces, los niños pasan un domingo con mamá y su “novio”, quien además de ser un ejecutivo de éxito, es muy deportista, “no como el holgazán de tu padre” (anota al vuelo la madre) y los levanta a deshoras de la mañana para llevárselos a practicar el ciclismo de montaña al Ajusco. El siguiente domingo lo pasan con papá en un centro comercial (Plaza Satélite, Mundo E, Cuicuilco, Plaza Loreto, Santa Fe o Interlomas) donde él trata de ligarse a las dependientas de todos los negocios, mientras intenta aplacar sus culpas comprándoles a los niños cuanta baratija le piden, comiendo en McDonalds y llevándolos a ver tres veces la misma película de Walt Disney, porque no se le ocurre otra cosa mejor que hacer con ellos. Antes de que finalice el día, el padre tiene que regresarlos a casa de mamá, con los subsecuentes lloriqueos porque no quieren dejar a “papito”, aunque se hayan aburrido como ostras con él.  Todo lo anterior parece explicar muy bien por qué la mayoría de los jóvenes en la actualidad se deprimen durante las tardes de domingo.

A mí especialmente no me gusta hacer nada ni salir a la calle ni a ningún lado los domingos, pues si hasta Dios descansó ese día, por qué yo, que soy un simple mortal, lo voy a contradecir. Las únicas que salen a pasear los domingos son las chachas y por eso el infierno ha de estar albeando de limpio y el Diablo debe andar con los trajes muy bien planchados. Además, soy ferviente partidario de lo que se conoce como la “semana mexicana”, que es parecida a la inglesa, pero mejor, y la cual establece lo siguiente: Viernes social; sábado sexual, domingo familiar, lunes, ni las gallinas ponen, y martes, ni te cases ni te embarques. Así que lo que no se pudo hacer miércoles y jueves, pues ya no se hizo.

Pero estábamos con la tarde del domingo. Antes, el mejor remedio para la depresión en ese lapso era recetarse completo “Siempre en Domingo” con Raúl Velasco, pues era una verdadera lobotomía temporal y sin dolor, con algunos posibles riesgos de daño irreparable, pero era una forma más barata y accesible de soportar las largas horas previas al lunes. Lamentablemente esos tiempos en compañía de Raulito ya se fueron y el Coque Muñiz nunca fue tan simpático como se pensaba. Es cierto, uno puede recurrir a los canales de cable o de la parabólica pero, como bien lo dijo el jefe Bruce Springsteen, muchas veces resulta que hay “57 canales y nada que ver”.

Reconozco que no tuve conciencia de lo depresivas que podían ser esas tardes de domingo sin nada qué hacer, hasta que entré a esa especie de interminable montaña rusa emocional que se conoce como adolescencia. Se me hacían eternas porque yo ya quería que fuera lunes para regresar a la escuela y ver a la chava que me gustaba y  a la que, por cobarde no me atrevía ni siquiera a acercarme. Entonces, ese tiempo fuera del tiempo que es la tarde del domingo, la pasaba escuchando música romántica y escribiendo “sentidos” poemas; azotándome sabrosamente, pues.

También me acuerdo que en ese entonces empecé a colaborar en el periódico escolar y que la editora (que desde entonces se convirtió en mi mejor amiga y lo sigue siendo) llegaba a mi casa a deshoras del domingo (casi siempre como a las cinco de la tarde) a chupar el calcetín con que le entregara el artículo, que tenía que cerrar la edición y que yo era el último que faltaba. Desde entonces conocí lo que después sabría que se llama “la angustia de la página en blanco”, pues no se me ocurría un carajo para escribir. Ella no se iba de mi casa hasta que terminaba el textículo. Así que desde entonces acuñé una frase: “Eres tan insoportable como un editor en una tarde de domingo”, que espero que a partir de ahora todo mundo me la fusile y la convierta en un lugar común.

Tiempo después, la tarde de domingo se volvió para mí en un reducto de paz, pues como todo mundo andaba tan aplatanado, nadie me molestaba y lo dedicaba a leer como poseído. Mis mejores lecturas, las más concentradas e influyentes, las hice en esas horas junto a la ventana, atestiguando la agonía de los rayos solares. Recuerdo con especial nitidez, por ejemplo, que terminé de leer Pedro Páramo, de Juan Rulfo, precisamente una tarde de domingo; cerré el libro, miré hacia la ventana donde el sol estaba a punto de huir el muy cobarde, y lo vi todo bien claro: “Pero si todos los personajes están bien muertos”. Sí, ya sé: no se necesita un doctorado en literatura comparada para darse cuenta desde las primeras páginas que Comala es un pueblo fantasma, pero para mí fue una verdadera revelación, sobre todo por el contexto en que la terminé de leer.

La verdad es que en la actualidad la tarde del domingo la utilizo para organizar las cosas que tengo que hacer en la semana, lo cual es un signo encomiable de responsabilidad, pero también de inevitable envejecimiento prematuro. Recuerdo que una mujer de la que estaba profundamente enamorado, pero ella no de mí, me preguntó cierto día cuál era mi idea de felicidad. No dudé ni un instante. Le describí esta escena: Es una tarde de domingo. Estoy yo, ante el teclado de mi computadora, escribiendo. Entonces entra al cuarto un niño de cuatro o cinco años, con una pelota y me pregunta: ¿Qué escribes, papi? Estoy a punto de contestarle cuando escucho un grito destemplado detrás de mí, que casi me provoca un infarto masivo: “¡(Aquí debería ir el nombre de mi hijo, pero todavía no lo tengo y no sé cómo se llama): ¿no te he dicho que no interrumpas a tu papá cuando esté trabajando?”. Entonces, la gritona que es (adivinaron) mi esposa me trae un té y se queda un rato dándome masaje mientras atisba sobre mi hombro lo que estoy escribiendo. “Va muy bien”, me dice y me da un beso. Es altamente probable que a esa mujer de la que estaba enamorado la deprimieran las tardes de domingo o algo parecido, porque desde que le confesé mi idea de felicidad es fecha que no la he vuelto a ver. 

Una versión de esta crónica fue publicada hace mil años en el entonces semanario etcétera.